Abismos, espejos y ojos: el terror elevado a través de Jordan Peele
Autor
Delgado Rodríguez, DaríoFecha
2024Resumen
En 1922, ese vampiro que F. W. Murnau y su guionista Henrik Galeen llamaron Nosferatu en
pos de evitar el plagio del Drácula de Bram Stoker penetró por el báltico tal y como lo iban a
hacer las dictaduras y los totalitarismos. El vampiro, conocido como conde Orlok, se
convierte dentro de la historia del cine en una aproximación a la otredad, la figura del otro,
que inevitablemente marcaría el porvenir de todo el cine de terror y ciencia ficción que se
haría posteriormente. La monstruosidad de Orlok, enmarcada en esa alta figura de largas
manos y afilados dientes de humanidad únicamente remota, lejos queda de la elegancia
victoriana y el erotismo propio del conde Drácula de Stoker. En Nosferatu la pareja
protagonista vive en un paraíso idílico y bucólico, donde leemos a la Europa de la Belle
Époque antes de la Gran Guerra, un entorno optimista que se rompe bruscamente por el inicio
del conflicto. Esta ruptura es lo que representa iconológicamente la llegada del terrible conde
Orlok a la ciudad de los protagonistas, la destrucción de ese antiguo mundo a través de la
muerte y la enfermedad que trae consigo, tal y como lo hizo la propia guerra: la pérdida de
millones de vidas, de una concepción del mundo muy concreta y de todo un sistema cultural
y ético (Cueto y Díaz 1997, 199). Murnau y Galeen consiguen así dar cuenta de la pulsión
que se da en este periodo dentro del imaginario germánico expresionista que construye
personajes tiránicos y supremacistas (Kracauer 1995, 80), como si la República de Weimar, el
régimen instaurado tras la derrota del país germano en la Primera Guerra Mundial, fuera un
mal por su “descontrol” y dentro de la psique alemana se explorara siempre una búsqueda
regresiva de fuerzas coercitivas.